miércoles, 29 de abril de 2009

Una lectura...


LA CRÍTICA DE LA MUTILACIÓN: HAROLD BLOOM Y EL CANON OCCIDENTAL

Recuerdo haber leído un texto de Borges donde decía que “Dios hizo la Escritura para cada uno de los hombres de Israel y por consiguiente hay tantas Biblias como lectores de la Biblia”[1]. La obra literaria entonces no se agota en una o varias lecturas, sino que resiste innumerables. El tiempo hace que nuestro horizonte de expectativas varíe, es decir, si leemos ya sea La Divina Comedia o El Extranjero o cualquier otra obra, por ejemplo, en la adolescencia, no lograremos construir en el texto aquellas cosas que en el transcurso de los años iremos vivenciando, experimentando, que desde luego ampliarán nuestro horizonte de expectativas. “La juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un sabor particular y una particular importancia, mientras que en la madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y significados más.”[2] Somos individuos que desde el nacimiento estamos expuestos al devenir, cosa que implica generalmente una aceptación a conciencia del carácter fugaz del tiempo y la vida; nuevamente Borges: “Somos el río de Heráclito”, esto es, muy básicamente, estar en un constante cambio y, además, en un inexorable tránsito hacia la muerte. Así, experimentar la Literatura llevando la convicción de que no existe ningún tipo de distancia entre ésta y la vida (cosa que han intentado y logrado demostrar Baudelaire, Artaud, Rimbaud, Lautréamont, entre muchos otros) es un modo de buscar la visualización y comprensión de la vasta unidad del cosmos, la correspondencia implícita de cada símbolo que lo compone: “(…) por allí pasa el hombre entre bosques de símbolos / que lo observan atentos con familiar mirada.”[3] Ahora bien; si creemos en el hecho de que la Literatura y la vida son dos caras de una misma moneda, más allá de toda importancia que hayan tenido [o tienen] tanto el formalismo como el estructuralismo o el biografismo que los precede, podemos también creer y hasta convencernos de que la relevancia radica ahora en nosotros, los hipócritas lectores. He aquí el punto central de lo que vengo señalando: la recepción literaria.

Al hablar de Teoría de la Recepción, debemos, necesariamente, tener presente un acontecimiento del año 1967, específicamente en Alemania: “J. R. Jauss pronuncia en la Universidad de Constanza la lección inaugural titulada «La historia literaria como desafío a la crítica literaria»”[4], como manifiesta textualmente Luis Acosta Gómez. Dicha lección ha significado, desde entonces, un considerable desarrollo de la primera formulación programática en lo que se refiere a los estudios de recepción literaria. Esta nueva forma de ver la literatura trae consigo un significativo cambio de paradigma, una novedosa postura frente a la posibilidad de solucionar determinados problemas. “Si por paradigma se entiende una serie de principios científicos, cuya validez es reconocida de una manera generalizada en cuanto que ofrecen soluciones válidas a los problemas que se puedan plantear, la aportación de la nueva estética de la recepción ofrece la peculiaridad que consiste en el intento de liberarse del entramado desprovisto de referencia real y constituido por un sistema de signos falto de contenido y cerrado en sí mismo, que había sido elaborado por el estructuralismo y la lógica formal…”[5] El surgimiento de este paradigma teórico viene a contraponerse al inmanentismo formalista y estructuralista, y no a la poética del emisor. El término “recepción” conduce inmediatamente a pensar en el receptor (sea válida la redundancia), el lector, quien adquiere una importancia fundamental a la hora de la concretización de la obra. En una edición de “Obra Abierta”[6] (Opera Aperta, 1962), en la Introducción, puede leerse que la “apelación a que el lector (…) ejerza la libertad y la imaginación es fundamental en el pensamiento estético de Umberto Eco. Sólo por este hecho el pensador italiano se diferenciaría ya con holgura de los estructuralistas franceses…” Y más adelante: “Una «obra abierta» apunta siempre a un otro para que la termine de construir en alguno de sus sentidos desde la libertad.” La obra existe como ser desde el preciso momento en que la abrimos y la comenzamos a leer, a experimentarla como mundo posible. Como lectores, cumplimos la valiosa función de vitalizar la verdad que ocurre en el arte, en términos de Heidegger, ese vuelco o experiencia no acostumbrada, la perturbación, lo extraordinario de la creación artística. Como es evidente, Jorge Luis Borges es mucho más perspicaz, logrando sintetizar en un breve pasaje lo que hasta aquí he venido enunciando: “Emerson dijo que una biblioteca es un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus hechizados. Despiertan cuando los llamamos; mientras no abrimos un libro, ese libro, literalmente, geométricamente, es un volumen, una cosa entre las cosas. Cuando lo abrimos, cuando el libro da con su lector, ocurre el hecho estético. Y aun para el mismo lector el mismo libro cambia, cabe agregar, ya que cambiamos, ya que somos (para volver a mi cita predilecta) el río de Heráclito, quien dijo que el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy no será el de mañana. Cambiamos incesantemente y es dable afirmar que cada lectura de un libro, que cada relectura, cada recuerdo de esa relectura, renuevan el texto. También el texto es el cambiante río de Heráclito.”[7]

En efecto, desde la Teoría de la Recepción, el hecho de ser los lectores donde se centra la atención, posibilita afirmar que son éstos los jueces por antonomasia, los que podrán al fin distinguir lo que vale de lo que no (no olvidemos que las cosas suelen definirse por contraste, que el signo vale solamente en oposición al que tiene al lado), lo digno de ser leído de aquello que no lo es, o, siendo esta la alternativa en la que pondré énfasis a continuación, definir lo canónico frente a lo que no ha de considerarse canónico. En este sentido, el lector es quien va a determinar las características particulares que harán que determinada obra sea canónica, es decir, que ocupe cierto lugar, diríamos que predilecto, entre otras obras que él mismo tiene en cuenta para tal distinción. La literatura es una forma epifánica de conocimiento, una manera de manifestar la realidad; la obra literaria es ese espacio [estético-intelectual] donde cabe la posibilidad de elaborar, construir conceptos que radican en el horizonte de expectativas del lector, mediante la transacción lingüística, como diría L. Rosemblatt [para quien la lectura es un suceso particular en el tiempo que reúne un lector y un texto particulares en circunstancias también particulares]. En fin, se definen como canónicas aquellas obras en las que el lector desarrolla determinados conceptos en los que se refleja una genialidad y una originalidad profundamente peculiares y distintivas. Específicamente, es este el caso del crítico norteamericano Harold Bloom, un [apasionado] lector que optó por enfatizar en la idea del Canon Occidental.

Al comienzo de su libro[8], Bloom remite al concepto de canon afirmando que lo canónico encierra a aquellas autoridades de nuestra cultura y, además, implica una confluencia conceptual entre extrañeza y belleza, sus dos rasgos esenciales. Para dicho estudio, selecciona un conjunto de veintiséis autores entre los que figuran Shakespeare, Dante, Cervantes, Goethe, Joyce, Milton, Borges, Pessoa, Neruda, Whitman, entre otros. Definitivamente, según Bloom, William Shakespeare es el centro del canon. Para ello, este crítico ha tenido que cuestionar qué es en sí lo que transforma a la obra en canónica, a lo que dice textualmente: “Con la mayoría de estos veintiséis escritores he intentado enfrentarme directamente con su grandeza: preguntar qué convierte al autor y las obras en canónicos. La respuesta, en casi todos los casos, ha resultado ser la extrañeza, una forma de originalidad que o bien no puede ser asimilada o bien nos asimila de tal modo que dejamos de verla como extraña. Walter Pater definió el Romanticismo como la suma de la extrañeza y la belleza, pero creo que con tal formulación caracterizó no sólo a los románticos, sino a toda escritura canónica.”[9] La idea de enfrentarse con el texto conlleva un intercambio, un diálogo, una transacción, un vínculo entre el lector y la obra, en otros términos, un proceso de construcción conceptual a partir del texto y nuestro horizonte de expectativas. Es así cómo Bloom llega a afirmar no sólo que Shakespeare centra el canon sino que es el canon. “Podemos afirmarlo sin vacilar: Shakespeare es el canon. Él impone el modelo y los límites de la Literatura.”[10] Logra comprender que en la obra de Shakespeare se erige una originalidad superior e independiente que justifica su carácter canónico. Podemos leerlo textualmente: “Percibía más que ningún otro escritor, pensaba con más profundidad y originalidad que ningún otro, y dominaba el lenguaje más que ningún otro casi sin esfuerzo, incluyendo a Dante.”[11] Y continúa diciendo que “El secreto de que Shakespeare sea el centro del canon reside, en parte, en su independencia; a pesar de todo el vocerío de los neohistoricistas y otros resentidos, Shakespeare está tan libre de ideología como sus inteligencias heroicas…” Pero, ¿podemos legitimar el hecho de la libertad absoluta en cuanto a influjos ideológicos? Hacerlo sería afirmar la existencia de una literatura, por decirlo de algún modo, inocente, ingenua, cosa radicalmente falaz por naturaleza. La filosofía del lenguaje ayuda a entender que los actos de habla constituyen tres planos fuertemente vinculados e inseparables por definición: lo locucionario (lo que se dice), lo ilocucionario (la intencionalidad) y lo perlocucionario (el efecto). Desde una concepción bajtiniana, la obra literaria es un enunciado, un género discursivo complejo, o un macroacto de habla donde actúan los tres planos que recién citaba. La emisión de un enunciado, de un acto de habla, siempre encierra una intencionalidad que produce un determinado efecto en el receptor. Nadie hace nada porque sí. La inocencia es propiedad exclusiva de los niños. Entonces, retomando la estructura sintáctica de un conocido enunciado, quien esté libre de ideología que escriba la primera obra canónica.

Intentemos reflexionar sobre el siguiente enunciado referido a Shakespeare: “Él impone el modelo y los límites de la Literatura.” La postura que mantengamos, como lectores, al enfrentar la obra, va a determinar nuestro juicio de valor, nuestra respectiva crítica. El efecto que del texto resulte en nosotros implicará, necesariamente, una reacción que conduce a situar la obra en un determinado lugar de nuestra biblioteca, de nuestro sistema de lecturas. Ahora bien, los términos imposición y límite no parecen compatibles con la Literatura, vista ésta como una forma de conocimiento, un modo particular de concebir el mundo, ya que no es posible hablar de límites en cuanto a conocimientos y cosmovisiones, lo demuestra nuestro carácter de insuficiencia frente a la inabarcable vastedad del universo, esa gran unidad simbólica que nunca alcanzamos a comprender completamente. Del mismo modo, el concepto de imposición se ve debilitado desde la convicción de que al referirnos a la literatura la concebimos como un conjunto de obras que hablan entre sí y de sí mismas mediante el fenómeno de la intertextualidad. No viene al caso detenernos en este último concepto, pero sería necesario intentar aclararlo muy brevemente. En un estudio titulado “El intertexto lector”[12], Antonio Mendoza cita a Kristeva, quien plantea que “El texto literario se inserta en el conjunto de los textos: una escritura es réplica (función o negación) de otro (de otros) texto(s)…”, y, más adelante, cita a M. Worton y J. Still, que afirman que “La intertextualidad es una red de citas donde cada unidad de lectura funciona no por referencia a un contenido fijo, sino por activación de determinados códigos en el lector.” Así es cómo, tanto el emisor como el receptor, tienen la posibilidad de crear y recrear, respectivamente, la obra a partir del conocimiento de otras. El hecho de que dialogar con un texto literario implique recurrir necesariamente a otros es algo empíricamente comprobable y exclusivamente por medio de la lectura. De esta manera, tendríamos que a mayor lectura mayor comprensión, es decir, cuanto más amplia sea nuestra experiencia como lectores más profunda será la significación del texto que podamos construir. ¿Cabe ahora hablar de imposición? No olvidemos que la obra, luego de creada, deja de pertenecer al artista, para pasar a ser de quien la recepcione y, por lo tanto, nadie impone nada a nadie, dado que la opción por tal o cual obra parte de la libertad individual. Todo creador tiene la libertad de decidir cómo elaborar su obra, así como todo lector tiene la libertad de decidir cómo recrearla. No por referirse o constituir cierta analogía con otras creaciones artísticas tal obra carecerá de originalidad y se verá bajo la imposición de otra obra o un autor. Un claro ejemplo es haber leído Las memorias del subsuelo (Fiodor Dostoievsky, 1861-62), luego La Náusea (Jean-Paul Sartre, 1947) y finalmente El Pozo (Juan Carlos Onetti, 1939). Insisto: en este sentido, nadie impone nada a nadie, la posibilidad de optar radica exclusivamente en el lector, que es quien puede decidir, en definitiva, qué hacer con la obra.

Cabe señalar, por otra parte, que Harold Bloom ha sido justo al destacar que Shakespeare y su obra encierran una peculiaridad que lo distingue. Dice Bloom –a lo que adhiero–, que “Shakespeare (…) aplicó el efecto de ese escucharse casualmente a uno mismo a todos sus grandes personajes, y particularmente a su capacidad de cambio.”[13] No es difícil aceptar dicha afirmación, dado que ya sea la lectura de La tragedia de Mácbeth o Hamlet es una prueba de ello. Esta es una de las causas por las que este crítico llega al [pasional] extremo de enunciar que Shakespeare no ha sido, no es y no será superado nunca.[14] Creo haber comprendido que la idea de Bloom de mantener el canon cerrado pasa por esta [riesgosa] afirmación. No obstante, dada la superioridad eterna que Bloom adjudica a Shakespeare, es decir, la imposibilidad absoluta de que sea superado nunca, [me] impulsa a formular la siguiente pregunta: ¿por qué insistir tanto en la idea de mantener el canon cerrado si, totalmente, nadie podrá superar en ningún aspecto al centro del canon? Considero neciamente inadecuado el planteamiento bloomiano. No es posible hablar con tal determinismo en el ámbito de la literatura. Es más, hasta podría considerárselo una mutilación, una forma de restringir el misterio de lo que aun no conocemos. El porvenir suele traer, generalmente, acontecimientos inesperados, lo que permite creer en que existe siempre la posibilidad del surgimiento de algo nuevo y hasta cualitativamente superior a lo que hoy creemos tener. No estoy afirmando que la postura por la cual optó Bloom no sea válida, sino que es tan válida como cualquier otra, siempre enmarcado todo dentro de una profunda seriedad y un compromiso responsable. Es tan válido focalizarnos en el aspecto puramente estético de la obra, como lo hace Bloom, así como también en otros aspectos que la constituyan. Pero el desacuerdo que aquí señalo no pasa meramente por ello, sino por la negación que este crítico manifiesta con respecto a los influjos sociales de la obra y, por otro lado, la burda, poco sutil y poco académica actitud que refleja al adjetivar de resentidos a quienes se han preocupado por estudiar la literatura en relación con la vida. No olvidemos que es imposible abismar la Literatura de la vida. La Literatura no nace como un hecho aislado o torremarfilista, sino como el producto de una necesidad existencial, como ha señalado Nietzsche remitiéndose a la cosmogonía griega; no nace porque sí ni libre de ideología; siempre se escribe por la necesidad de decir algo; es una forma de comunicar una determinada cosmovisión, un modo de ver el mundo. Sartre ha dicho: “No queremos avergonzarnos de escribir y no tenemos ganas de hablar para no decir nada. Aunque quisiéramos, no podríamos hacerlo; nadie puede hacerlo. Todo escrito posee un sentido, aunque este sentido diste mucho del que el autor soñó dar a su trabajo.”[15] No hay obra ni autor libres de ideología, todo individuo concibe la existencia de las cosas a partir de sus ideas. Hablar de tal cosa es mutilar la Literatura, es despojarla de una de sus aspectos vitales.

Finalmente, y sin vacilaciones de ningún tipo, debemos concebir la apertura del canon; no existen, basándonos en el propio Bloom, las obras canónicas. Al señalar que William Shakespeare es el canon por ser, entre otras cosas, el único escritor libre de ideología, Bloom elabora su propio epitafio: quien esté libre de ideología que escriba la primera obra canónica.

BIBLIOGRAFÍA

- BLOOM, HAROLD, El Canon Occidental, Editorial Anagrama, Barcelona, 1995.

- BORGES, JORGE LUIS, Obras Completas, “Siete Noches”, La Poesía. Emecé Editores S. A., Bs. As., Argentina, 2005.

- CALVINO, ÍTALO, Por qué leer los clásicos, Editorial (¿?), España, 1994.

- BAUDELAIRE, CHARLES, Las Flores del Mal, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, Uruguay, 1970.

- ACOSTA GÓMEZ, LUIS A., El lector y la obra. Teoría de la Recepción literaria, Editorial Gredos S. A., Madrid, España, 1989.

- ECO, UMBERTO, Obra Abierta, Editorial Planeta-Agostini S. A., Barcelona, España, 1985.

- MENDOZA FILLOLA, ANTONIO, El intertexto lector, Universidad de Barcelona. Extraído de www.cervantesvirtual.com.



[1] BORGES, JORGE LUIS, Obras Completas, “Siete Noches”, La Poesía. Emecé Editores S. A., Bs. As., Argentina, 2005. Pág. 254.

[2] CALVINO, ÍTALO, Por qué leer los clásicos, Editorial (¿?), España, 1994. Pág. 14.

[3] BAUDELAIRE, CHARLES, Las Flores del Mal, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, Uruguay, 1970: “Correspondencias”, pág. 37.

[4] ACOSTA GÓMEZ, LUIS A., El lector y la obra. Teoría de la Recepción literaria, Editorial Gredos S. A., Madrid, España, 1989. Pág. 14.

[5] ACOSTA GÓMEZ, LUIS A., El lector y la obra. Teoría de la Recepción literaria, Editorial Gredos S. A., Madrid, España, 1989. Pág. 15.

[6] ECO, UMBERTO, Obra Abierta, Editorial Planeta-Agostini S. A., Barcelona, España, 1985.

[7] BORGES, JORGE LUIS, Obras Completas, “Siete Noches”, La Poesía. Emecé Editores S. A., Bs. As., Argentina, 2005. Pág. 254.

[8] BLOOM, HAROLD, El Canon Occidental, Editorial Anagrama, Barcelona, 1995.

[9] BLOOM, HAROLD, El Canon Occidental, Editorial Anagrama, Barcelona, 1995. Pág. 13.

[10] BLOOM, HAROLD, El Canon Occidental, Editorial Anagrama, Barcelona, 1995. Pág. 59.

[11] BLOOM, HAROLD, El Canon Occidental, Editorial Anagrama, Barcelona, 1995. Pág. 66.

[12] MENDOZA FILLOLA, ANTONIO, El intertexto lector, Universidad de Barcelona. Extraído de www.cervantesvirtual.com.

[13] BLOOM, HAROLD, El Canon Occidental, Editorial Anagrama, Barcelona, 1995. Pág. 58.

[14] BLOOM, HAROLD, El Canon Occidental, Editorial Anagrama, Barcelona, 1995. Pág. 15.

[15] SARTRE, JEAN-PAUL, ¿Qué es la literatura?, Editorial Losada S. A., Buenos Aires, 1950. Pág. 9.

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